domingo, 11 de mayo de 2008

PONENCIA, Javier Vivó

BAJARSE DEL PEDESTAL: SUPERANDO EL ANTROPOCENTRISMO.

El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define así el término “Antropocentrismo”: “teoría filosófica que sitúa al hombre como centro del universo”. Ateniéndonos a esta definición, en su sentido literal, el antropocentrismo fue descartado por el modelo copernicano, aunque la idea heliocéntrica ya se recoge en la recopilación de Ptolomeo para la biblioteca de Alejandría. Además, el uso de la palabra “hombre” para referirse a la especie humana, resulta un tanto decimonónico.

La definición de la Wikipedia, en cambio, es más apropiada para los propósitos de mi exposición, esta es: “Doctrina que hace al Ser Humano medida de todas las cosas, su naturaleza y bienestar son los principios de juicio según los cuales deben evaluarse los demás seres y la organización del mundo en su conjunto”.

Este es el antropocentrismo que debemos superar si queremos llegar a conocer lo que realmente somos. Si lo que queremos no es conocer lo que somos, sino subirnos al carro del bienestar y disfrutar de la vida, podemos llevarnos el pedestal con nosotros. Aunque personalmente, creo que el bienestar y el disfrute de la vida ha de pasar por el conocimiento de nosotros mismos; si no, difícilmente nos envolveremos en este mundo vertiginoso donde el bienestar se vuelve más y más ansiado, y a la vez, intangible e indómito.

Tener una idea de nosotros mismos y de nuestra posición en el universo requiere, principalmente de dos cosas: la capacidad de crear un modelo del universo, y la capacidad de incluirnos en él.

La capacidad de crear un modelo del universo no es exclusiva de nuestra especie, y no está del todo claro hasta donde se extiende esta capacidad en el resto de especies. La perspectiva desde nuestro pedestal nos ha enseñado que el resto de especies no puede simular un universo, sino un “entorno”. Por otro lado, el modelo “global” de las aves migratorias o el hecho de que la luz de la luna, y en su ausencia la luz de las estrellas, guíe el vuelo de las polillas nocturnas, plantea cuestiones que no deberíamos ignorar.

Lo mismo podría decirse de la capacidad de incluirse uno mismo en ese modelo de universo, aunque a este respecto sí parece que los candidatos son menos. Comenzamos a conceder esta capacidad a los simpáticos chimpancés y delfines, y hasta nos preguntamos a veces si cuando llamamos a nuestro perro por su nombre se sentirá identificado con ese nombre o simplemente responderá a un estímulo “instintivo”. Sin embargo un elefante marino (o terrestre), un lince o un halcón no sabe quién es, seguramente porque no se reconoce en el espejo.

De momento, parece que Hommo sapiens es el único lo suficientemente sabio como para tener una idea de sí mismo y de su lugar en la realidad. Y esta idea, por ahora, niega dicha capacidad en el resto de especies.

Las preconcepciones antropocéntricas de la realidad son producto del patrón de inclusión en el mundo de nosotros mismos que utilizamos, y para superarlas hemos ido modificando este patrón. Mi propósito es seguir los pasos de este cambio y, si fuera posible, incitar a la curiosidad hacia estas dos preguntas: ¿Qué somos?, ¿Dónde estamos?

El paso de un modo de vida cazador-recolector a un modo de vida agrícola, propició lo que hemos convenido en llamar “aparición de la filosofía”, aunque les pese a las biólogas cavernícolas que inventaron la agricultura. Con todo, la aparición de la filosofía desplaza a los Dioses, caprichosos e impredecibles, del centro del mundo y sitúa en este centro a la naturaleza, que el Ser Humano puede comprender, explicar y gestionar.

Platón, por famoso y no por primero, nos enseña dos mundos diferentes: el mundo físico en el que nos desenvolvemos, y el mundo de las ideas, del cual el mundo físico es representación imperfecta. Para llegar a comprender la realidad que nos rodea tenemos que hacer uso de otra realidad a la que tenemos acceso a través de la razón. Y la razón, para Platón, es exclusiva del ser humano (el alma venía incluida en el lote, y por tanto tampoco disponían de ella el resto de animales y plantas, que eran los únicos organismos vivos que se sabía Platón).

Esto último no le hizo mucha gracia a Aristóteles, que por lo visto tenía perro, y decidió que los animales sí tenían alma, aunque les negó la capacidad de razonar, y ahí siguen, los pobres, separados de nosotros por el abismo del “ni pa ti ni pa mí” aristotélico.

Con el regreso de los Dioses, esta vez reencarnados a imagen y semejanza del macho de la especie, la filosofía se dedicará con devoción a la fabricación de calzadores con los que introducir a Dios en las ideas platónicas y aristotélicas. Fabricar calzadores estaba mejor visto que fabricar teorías. Hasta tal punto, que un teórico tan metódico como Descartes, tuvo que fabricar su propio calzador divino para unir su “res cogitans” con su “res extensa”.

Galileo tuvo que negar su teoría heliocéntrica, que le había costado cincuenta años de minuciosa investigación e interpretación de las ideas de Copérnico, por no ser capaz de fabricar un calzador apropiado o por no querer hacerlo. Sin embargo, Galileo nos enseñó un universo cuyo centro no somos, sino orbitamos. Además, su telescopio facilitó el progresivo alejamiento del centro del universo al que nos ha conducido la astronomía.

Habíamos perdido definitivamente la posición central, pero conservábamos nuestro papel principal en el teatro del mundo, seguíamos siendo únicos. Esto nos situaba en un cómodo lugar entre el resto de seres de la creación y el Dios creador. Hasta que la propia creación se vio amenazada por una nueva teoría, la evolucionista. El sentimiento de orfandad causado por lo que el filósofo Daniel Dennett llama “la peligrosa idea de Darwin”, ocasionó una oleada de detractores de la teoría de la evolución de las especies por selección natural, y es de entender. En su época, Charles Darwin generalizó a la especie humana como una mera parte del reino animal, descendiente de éste: un hecho que aún en la actualidad es objeto de acoso político en los desiertos intelectuales de EEUU.

Hoy todos aceptamos la Teoría de la evolución, con notables excepciones, pero en general, no es del todo comprendida, y en muchos casos, se traduce en la somera aceptación de que venimos del mono. Lo que la teoría de la evolución nos dice en realidad es que la madre de la madre de la madre de la madre... de la madre de nuestra madre era una hembra de simio que vivía en los bosques africanos, y que la madre de la madre de la madre... de la madre de esta hembra de simio era una hembra de pez pulmonado que se beneficiaba de las ventajas del medio terrestre, y que la madre de la madre... de la madre de esta hembra de pez era una bacteria que se tostaba en los mares cálidos y poco profundos del Arqueozoico. Pero la idea que no es tan bien entendida a pesar de ser la más relevante para la comprensión profunda de la teoría de la evolución es la siguiente: cada una de estas madres no se diferenciaba de su hija más de lo que nosotros nos diferenciamos de nuestra madre. Por tanto, de un modo gradual, sin abismos insalvables, aquellas bacterias se han convertido en nosotros, y lo que sea que en ellas pueda llamarse conciencia, a dado lugar a la nuestra.

En la Era Moderna, el exponencial desarrollo científico y tecnológico nos revela un mundo nuevo, donde más preconcepciones antropocéntricas se derrumban a cada nuevo descubrimiento. Cada disciplina tiene su propio derribo.

En el terreno de la astronomía, los descendientes cada vez más evolucionados del telescopio de Galileo desvelaron que el sol es sólo una estrella de entre las miles de millones de estrellas que forman nuestra galaxia, que es sólo una de entre las miles de millones de galaxias que forman nuestro universo en expansión.

En Física, la relatividad general de Einstein destruye otro abismo dualista mostrándonos el espacio-tiempo como verdadero tejido del cosmos. Por otro lado, el estudio de los fenómenos cuánticos hace tambalear los cimientos del pensamiento racional, desvelando un microcosmos caótico e incomprensible, donde la incertidumbre no nos permite ver más allá de las probabilidades de los sucesos, ya que las leyes de Einstein en que nos basábamos parecen no funcionar a nivel cuántico. Más recientemente, la Teoría de cuerdas, que aparece como intento de unificar las teorías macrocósmicas con las microcósmicas, propone un modelo de “multiverso” formado por un número indeterminado de universos “en serie” o “en paralelo”, y nada menos que once dimensiones.

La biología ha sido quizá la disciplina que más preconcepciones antropocéntricas ha derribado. El descubrimiento del ADN por Watson y Crick y su posterior estudio evidenció que muchos de nuestros genes fundamentales se diferencian en poco de los de la levadura o la mosca de la fruta, o que los seres humanos no tienen tantos genes como cabría esperar, y que de hecho tienen menos genes que muchos animales, e incluso que las patatas.

Por otro lado, el estudio de la evolución de las especies dio lugar a lo que se conoce como Neodarwinismo, que, entre otras cosas, trató de establecer cuál era el verdadero agente de la evolución biológica. En principio se creyó que la evolución opera para la supervivencia de la especie. Pero esta idea fue descartada en favor de los genes como verdaderos agentes de la evolución, ya que son ellos los que perduran a través de las distintas generaciones de individuos y de especies.

En su libro El gen egoísta, Richard Dawkins nos explica como los genes luchan y cooperan entre sí por su propio interés egoísta, construyendo para ello sofisticadas máquinas de supervivencia. Estas máquinas de supervivencia somos nosotros, los organismos vivos, y estamos fabricados y programados por nuestros genes para facilitar su replicación en el medio competitivo de la selección natural.

Pero el egoísmo de nuestros genes no es suficiente para explicar por completo nuestro complejo comportamiento social, que a veces parece ir incluso contra el beneficio de los genes, como en el caso del celibato, la anticoncepción o el suicidio.

La explicación más común es la cultura como condicionante de nuestra conducta. Dawkins, al final de su libro señala que la cultura experimenta un proceso evolutivo similar al biológico y establece una analogía entre el agente de la evolución biológica (el gen) y el agente de la evolución cultural (que él denomina “meme”, en inglés meme por su similitud fónica con gene, gen). El meme sería la unidad mínima cultural que se replica por imitación, como el gen es la unidad mínima biológica que se replica por reproducción.

Susan Blackmore, en su libro “la máquina de los memes” desarrolla una teoría memética, en la que los memes llevan las riendas de la evolución cultural como los genes llevan las de la evolución biológica. Según su tesis, el yo con el que nos identificamos es un complejo de memes que decide por nosotros y nos hace creer que somos nosotros los que elegimos. Citando a la Dra. Blackmore, “existe una criatura biológica que toma yogur cada día, pero no existe un yo adicional que adora el yogur”.

Esta idea del yo como complejo de agentes a un nivel inferior también ha sido planteada por la biología celular y molecular. Los postulados que predominan en estas disciplinas nos describen como comunidades de células, llegando a incluir los procesos mentales, y por tanto nuestro yo íntimo, entre los productos de esta interacción celular a nivel molecular.

La teoría de la endosimbiosis de Lynn Margulis propone que la célula eucariota es a su vez una comunidad de bacterias que se unieron para dar lugar a los diferentes orgánulos de las células nucleadas que nos conforman. Así pues, seríamos una comunidad de comunidades de bacterias. Visto así parece que el cotarro lo manejan en última instancia las bacterias, las primeras habitantes del planeta, esas primeras madres a las que nos remonta nuestra evolución y que, de algún modo, seguimos siendo.

El próximo abismo a salvar es el de la mente. Seguimos defendiendo que nuestra mente, por algún mecanismo que no sabemos aún explicar, es diferente. Los humanos no nos adaptamos al medio, sino que adaptamos el medio a nuestra conveniencia, hemos poblado cada rincón del planeta, hemos cruzado todos los océanos y hasta pisado la luna, hemos creado el arte, la religión, los helados... Por todo esto, nuestra mente tiene que ser diferente. Pero ¿qué es, exactamente, la mente?

La teoría computacional de la mente la define como un sistema de órganos de computación que procesa datos del entorno y elabora respuestas. El psicólogo Steven Pinker combina esta teoría con la teoría de la evolución para definir la mente como un sistema de órganos de computación diseñado por selección natural para resolver los problemas con que se enfrentaban nuestros antepasados evolutivos en su estilo de vida cazador-recolector. Según él, la mente humana es producto de la evolución, por tanto, nuestros órganos mentales o bien se hayan en la mente de los simios (y tal vez de otros mamíferos o vertebrados), o bien evolucionaron arreglando y rehaciendo la mente de los simios. Esto tiene dos implicaciones importantes. Por un lado, el paso de la mente “primate” a nuestra mente “diferente” ocurrió de modo gradual, sin ningún tipo de abismo de por medio (el verdadero abismo que observamos y nos confunde es fruto únicamente de la extinción de nuestros ancestros, si Neardental, Hábilis, Erectus, Australopitecus, etc, vivieran hoy entre nosotros, ¿quiénes de ellos defenderían con nosotros los derechos humanos y a quiénes seguiríamos aún explotando?). La segunda implicación del postulado es aún más útil a mi propósito: nuestra mente no es diferente “en esencia”, sino “en cantidad”, concretamente, “en complejidad”.

La visión evolucionista en el campo de la psicología y la medicina, advierte que la mayoría de enfermedades y disfunciones son fruto de la discordancia entre el estilo de vida ancestral para el que nuestro organismo (cuerpo y mente) está diseñado y el estilo de vida moderno. El pedestal, después de todo, no nos hace tanto bien como creemos.

Para Antonio Damasio, Profesor David Dornsife de Neurociencia, Neurología y Psicología en la universidad de Southern California, la mente está perfectamente integrada en el cuerpo, y se sirve de él como marco referencial. Los datos que el cerebro computa no provienen del medio externo, sino del estado físico-químico del cuerpo. Estos datos se obtienen por separado de distintas áreas del cuerpo, se procesan por separado en los distintos módulos cerebrales, y cada módulo, por separado, envía distintas señales a las distintas áreas del cuerpo encargadas de las respuestas. No existe ningún órgano central al que acudan todos los datos ya procesados y que evalúe una respuesta consciente o tome parte del proceso de cualquier otro modo. Así que ¿dónde está exactamente ese yo que pasa calor en verano, paga su hipoteca, le encanta el curry verde y detesta a Joaquín Sabina?

Otro neurólogo, Robert Sapolsky, explica esta integración de la mente en el cuerpo mediante un ejemplo práctico: Imagine que se encuentra caminando en medio de una multitud y alguien detrás de usted le golpea en el pie con fuerza. Su sistema límbico reacciona instantáneamente a la agresión y lo mismo sucede con su sistema autónomo, que segrega adrenalina, acelera el corazón, activa las glándulas sudoríparas, etc. Su sistema límbico y su sistema autónomo se predisponen para una respuesta común, en este caso volverse gritando: “Pero que coñ...”. Pero al volverse, usted ve las gafas oscuras y el bastón blanco. “Ah, es un ciego, por eso se tropezó conmigo, no pasa nada”. Un pensamiento que surge y se desvanece en dos segundos. El sistema límbico ha resuelto el conflicto, pero el sistema autónomo funciona como un tren de mercancías; coge velocidad de un modo gradual y le cuesta mucho pararse. Después de que los pensamientos que han generado esta respuesta han pasado y desaparecido, la adrenalina de su cuerpo tarda en desaparecer de su flujo sanguíneo, el corazón tarda en ralentizarse, etc. Por eso, si inmediatamente después de haber perdonado al ciego, otro transeúnte, esta vez vidente, tropezara con usted, seguro que éste sí se llevaría su correspondiente bronca, MÁS la que no se llevó el ciego en su momento. Sapolsky, en un ensayo titulado “Anatomía del mal humor”, sugiere que esta diferencia en la velocidad de acción de los distintos sistemas que nos integran, podría explicar la tremenda dificultad que nos supone poner fin a una discusión de pareja.

Con todo, la cuestión que nos sobreviene de forma natural es: Aun aceptando que somos la integración de diferentes sistemas trabajando por separado, ¿no somos “nosotros” quienes controlamos y decidimos nuestras acciones últimas? Pues va a ser que no. Al menos así lo sugiere el experimento de otro neurólogo, Benjamín Libet. Se pidió a un grupo de participantes que pulsasen un botón al recibir la orden, mientras se cronometraban tres acciones: el inicio del movimiento, el momento de la toma de decisión y el desarrollo de un patrón de actividad cerebral llamado “potencial de disposición”. Este patrón se da justo antes de iniciar una acción compleja y se asocia con una planificación cerebral de rutinas y subrutinas que han de llevarse a cabo. Se trataba de averiguar si la decisión de actuar iría por delante o a la zaga del potencial de disposición. Las mediciones concluyeron que el potencial de disposición se adelantaba unos 350 milisegundos a la toma de decisiones.

Nuestra apreciación consciente del entorno es más lenta que la sucesión de eventos y si no nos damos cuenta es porque no somos conscientes de esta demora que Libet define como “datación subjetiva apriorística” y Dennet como “ilusión benigna de usuario”. A este respecto, me gustaría constatar experiencias personales que seguramente todos compartimos. Por ejemplo, esquivo un objeto (una mosca que se dirige inexorablemente hacia mi ojo izquierdo o un Renault Twingo que aparece de la nada cuando cruzo despistado una calle), y después me doy cuenta de lo que ha ocurrido y pienso: “lo esquivé de milagro”. O al revés, tropiezo con el jarrón de la dinastía Ming que todos tenemos en la entradita, y lo capturo en pleno vuelo, sin siquiera soltar las bolsas de la compra y sin que se me caiga el periódico de debajo del brazo, luego me doy cuenta y pienso: “soy un crack”. Todos hemos tenido experiencias de este tipo, que a veces nos tientan a conferirles tintes de sobrenatural, ángeles de la guarda y demás.

Como vemos, seguimos superando el antropocentrismo. El futuro parece lleno de posibilidades para tumbar las pocas preconcepciones antropocéntricas que nos quedan, aunque por otro lado, la opinión pública, sigue siendo reacia a desprenderse del pedestal sobre el que ha sido adoctrinada. Rodney Brooks, director del laboratorio de Inteligencia Artificial del Instituto de Tecnología de Massachussets, dice: “En el futuro nuestra propia humanidad se sentirá amenazada, y es posible que esto conduzca a luchas encarnizadas por lo que son esencialmente ideas intelectuales y religiosas.”

Ya estamos observando estas luchas en terrenos como los alimentos transgénicos o la investigación con células madre, y la tensión aumentará con el descubrimiento de más maneras de manipular nuestra naturaleza. Para Brooks el conflicto vendrá de la dificultad de aceptar que somos máquinas, y que por tanto, podemos ser objeto de las mismas manipulaciones tecnológicas que aplicamos a las máquinas. La tecnología biónica es la candidata a salvar el último abismo, el que existe entre la materia viva y la inerte.

Para finalizar, quisiera dejar claro que esta exposición no pretende devaluar al ser humano. Tampoco juzgarlo. Simplemente constatar que lo que realmente somos, con toda su grandeza y unicidad, va mucho más allá de lo que hemos llamado “el Hombre” e incluso de aquello que en lo más íntimo sentimos y protegemos como nuestro yo.

Me gustaría terminar leyendo unas palabras que aparecen al final del libro de Damasio “El error de Descartes”.

“La mente completamente integrada en el cuerpo que yo concibo no renuncia a sus niveles de operación más refinados, los que constituyen “su alma y su espíritu”. Desde mi perspectiva, este alma y espíritu, con toda su dignidad y escala humanas, son ahora estados complejos y únicos de un organismo. Quizá la cosa más indispensable que podemos hacer como seres humanos, cada día de nuestra vida, es recordarnos a nosotros mismos y a los demás que somos complejos, frágiles, finitos y únicos. Y esta es, desde luego, la tarea difícil: desplazar el espíritu de su pedestal en ninguna parte hasta un lugar concreto, al tiempo que se conserva su dignidad y su importancia; reconocer su humilde origen y su vulnerabilidad, pero seguir dirigiendo una llamada a su gobierno”.

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